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Meditar y escribir sobre la misericordia de Dios cuando miles sufren guerras, hambres, naufragios y éxodos inciertos, desencadena un duro combate. La fe cristiana y la palabra de Dios reconfortan y consuelan. Pero dramas tan sangrantes conmocionan e interrogan: ¿Cómo es tanta su misericordia y tan desoladora nuestra miseria? Cabe abrir el libro de las Lamentaciones que, en pleno desastre de Jerusalén, reaviva su fe en que «la misericordia del Señor no termina y no se acaba su compasión». Reanimados, tratamos de detener la ola de globalización de la indiferencia que preocupa al papa Francisco y que impide «mirar las miserias del mundo, las heridas de tantos hermanos y hermanas privados de la dignidad». Conscientes de nuestra pequeñez, buscamos curar alguna herida desde la fuerza serena de lo posible. Y queremos recordar, en este Año Jubilar, las obras de misericordia que como humildes canales vehiculan el alivio de la misericordia del Dios que es todo consuelo. Mal dormían los pastores, cuando el buen Dios envió a sus ángeles a anunciarles la Buena Nueva: «¡Os ha nacido un Salvador!». Ojalá que Jesús, Rostro luminoso de la misericordia de Dios y Lucero brillante de la mañana disipe las tinieblas de nuestra noche y nos anime a hacer visible su inagotable bondad. Las heridas de la casa común esperan algo bueno de nosotros.